Hace más de un mes, ADIDE hizo un comunicado por las "continuas quejas de profesorado y sindicatos" ante las "presiones" que está recibiendo el profesorado, por parte de inspectores, para que que haya un mínimo del 50% del alumnado aprobado.
Aquí publico la respuesta a este comunicado de Adide y, justo debajo, he publicado de nuevo el Comunicado de Adide para que lo recordéis.
INSPECCIÓN A LA INSPECCIÓN
La Junta Directiva de ADIDE anda molesta por las
críticas que han recibido las últimas actuaciones de inspectores en sus
visitas a los centros educativos. Por ello ha decidido publicar una nota
de prensa, que está dirigida a la opinión pública en general y, “
muy especialmente”,
al profesorado. Y he aquí el primer sobresalto, pues los hechos objeto
de controversia son bien conocidos (y padecidos) por el estamento
docente. ¿Para qué entonces dirigirse a él? De acuerdo con el tono del
documento -sobre todo, el último párrafo-, la interpretación más
plausible no tiene nada que ver con intenciones comunicativas o
dialógicas sino estrictamente conminatorias. Lo analizamos
infra.
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ADIDE manifiesta que sus actuaciones
“se ajustan a los criterios y procedimientos descritos en el Plan de Actuación de la Inspección de Educación”.
En realidad, las voces críticas que se han alzado contra la inspección
dan esto por supuesto: nadie piensa que los inspectores actúen por
propia iniciativa, ojalá fuera así. El cuestionamiento es más profundo y
afecta al propio modelo. Si hay un grado mayor de ánimo réprobo hacia
los inspectores es únicamente porque constituyen el eslabón de la cadena
que está en contacto directo con el docente.
A continuación, el comunicado nos habla de la necesidad de analizar los resultados de manera
“colectiva y colaborativa” entre todos los sectores implicados. Salvo en el estilo, no podemos estar más de acuerdo. El problema es que esa reflexión
“colectiva y colaborativa”
tiene fijadas de antemano las conclusiones. La Consejería impone, como
en el chiste del borracho, buscar las llaves donde hay más luz (para
ella) y los inspectores afanosamente velan y desvelan para que los
profesores escudriñen sólo bajo las faldas homologadas (por la AGAEVE,
por ejemplo). Pero siempre hay docentes que aman su profesión o
sencillamente el trabajo bien hecho, y se resisten: quieren decir la
verdad, vaya por Dios. Tal como ese testigo, en época de caudillo, que
fue llamado a declarar en el proceso contra Julián Marías. Comoquiera
que sus palabras eran de inconveniente encomio hacia el acusado, el juez
le recriminó: “Oiga, le recuerdo que usted ha sido llamado como testigo
de cargo”, a lo que contestó con inocente arrojo: “Ah, yo creía que se
me había llamado para decir la verdad”. Algo así le pasa al docente de
hoy que no ha renunciado a serlo de manera cabal. “Oiga, le recuerdo que
usted está aquí para mejorar los rendimientos escolares”. “Ah, yo creía
que estaba aquí para enseñar y decir la verdad sobre los aprendizajes
alcanzados”. Pues eso.
Pero hoy en día está feo censurar a alguien por sus ideas o por la
praxis derivada de ella (la libertad de cátedra, no se olvide, es
derecho constitucional). Los métodos de `normalización´ han de ser más
sutiles. Uno de ellos aparece en el documento de los inspectores: la
abrumadora burocracia que recae sobre el profesorado que presenta el
peor de los síndromes: suspender al que no sabe.
Volvamos inmediadamente a las palabras de los inspectores:
“La
solicitud de informes al profesorado y a los Centros en ningún caso
constituye una medida de presión como se ha manifestado por algún
colectivo sindical y ha sido recogido en distintos medios de
comunicación, sino que forma parte del trabajo habitual de la Inspección
de Educación”. Que forme parte del trabajo habitual, eso es seguro;
que no suponga una medida de presión, evidentemente no. ¿Qué conexión
oculta puede haber, si no, entre resultados académicos y solicitudes
como la realización de un inventario del departamento o las
instrucciones prolijísimas acerca de cómo rellenar el libro de actas
(por parte, además, de quienes rarísima vez dan una instrucción por
escrito)?, ¿de dónde sacar tiempo para realizar programaciones de aula
(con 20 horas lectivas) o para los interminables seguimientos
individualizados? Tal ánimo de exhaustividad documental nos recuerda a
aquel Imperio borgiano donde el mapa coincidía exactamente con su
geografía física. No serían suficientes las 37´5 horas semanales, ni el
doble, para dar cumplida cuenta a estas pesadillas oficinescas; porque,
en realidad, no se ordenan para que se lleven a cabo sino que su
finalidad es bien otra: servir de viagra curricular para que el profesor
empine sus notas. Por eso, y he aquí lo verdaderamente revelador,
sólo se prescriben al profesor que suspende.
Continúa el comunicado:
“Es un ejercicio saludable que, como
funcionarios públicos, expliquemos a los principales usuarios de los
centros educativos, a las familias y a la sociedad en general, la razón
de ser de los resultados escolares que obtenemos, sobre todo si éstos se
desvían, de forma evidente, de las medias local, provincial y regional
(e incluso de las de los centros con un índice socioeconómico similar)”.
Sin duda, es ejercicio saludable (al igual que repasar las normas de la
Real Academia de la Lengua sobre la tilde diacrítica). Lo negativo es
pretender el monopolio de las explicaciones y exigir luego, además,
unanimidad a
fortiori. El profesorado también es funcionario
público, precisamente el único que está en contacto directo con los
alumnos. Quizás tenga algo interesante que decir al respecto de
dónde se hallan las causas de los malos resultados.
Lo de las medias estadísticas se ha constituido en una suerte de
furor, muy a tono con el `amor censual´ que por las cumbres
torretrianeras gusta de se practicar. También es de sobras conocido cuál
es el tremendo liguero para tanta media:
el incremento de las cifras del éxito escolar.
A tal punto que una de las iniciativas más originales de la inspección
ha sido establecer en los centros “porcentajes de conformidad”. Lo
explicamos: el profesor cuyo porcentaje de suspensos se desvíe un 15% de
la media del resto de asignaturas (incluyendo la religión y las marías
laicas) deberá tomársele declaración. Por tanto, se decreta que todos
los centros han de estar en la misma media, como si los evaluados en vez
de sujetos fueran melones (vaya, acaso debimos elegir otro ejemplo). A
nosotros, hemos de reconocer, que más que el tema de los tantos por
ciento nos preocupa el de los
tontos por cientos que el sistema
fabrica sin desmayo (“borriquitos con chándal”, según la sagaz y
condensada fórmula de Sánchez Ferlosio), pero, claro, nosotros somos
simples profesores de a pie y no esclarecidos inspectores o expertos en
evaluación. Ahora bien, en esta gran epifenomenía del igualitarismo
mediano (y del peritaje según el mismo ras cero) sobrevive y cómo la
regla de que unos sigan siendo “más iguales” que otros: los centros han
de estar en la media
según el índice socioeconómico (ISC) que les
corresponde. Una declaración así, que supone el reconocimiento de que
los más pobres deben aprender menos, en otra época más despejada de
hipnotismos pedagógicos, hubiera constituido un escándalo mayor de
clasismo; sin embargo, pasa ahora por el
non plus ultra de enseñanza democrática. Vivir para ver (y para aprobar).
Extraordinariamente significativo (aunque nada sorprendente) es que,
en ningún momento, el documento se refiera a la mejora de los
conocimientos (o competencias) sino únicamente de los resultados. Y uno
comprende que el político desee siempre el mejor escaparate,
estadísticas recién peinaditas y bien perfumadas, pero precisamente la
razón de ser de los “funcionarios públicos” es, en gran medida, servir
de freno a estas pretensiones
pro doma sua, ya que tienen la
obligación legal de actuar según criterios exclusivamente técnicos al
servicio del interés general. Esto es justo lo que necesita la
educación: labor callada, a largo plazo y en la dirección correcta.
Y, sin rodeos, uno de los problemas más serios de la educación actual
es precisamente la pérdida de este horizonte público en la inspección
educativa, que funciona cada vez menos según criterios profesionales y
cada vez más según la lógica de cargos de libre designación (fidelidad
incondicional al que manda), por tanto sensible a directrices que van
más allá (o más acá) de su estricto cometido profesional. Aquí está el
núcleo de la queja del profesorado: la percepción del inspector como una
avanzadilla del dominio ilegítimo que sobre la enseñanza anhelan los
dirigentes políticos. Atendamos a lo que dice sobre esta cuestión un
inspector jubilado hace poco, José Luis Luceño:
«El gobierno
andaluz ha multiplicado por tres el número de inspectores educativos en
la última década a base de inflar la nómina con profesores en comisión
de servicio, afines al partido, que han ingresado en el cuerpo por
cooptación. Y después de triplicar su número, los ha enterrado en
papeles y burocracia inútil a la vez que vaciaba de contenido sus
funciones, delegando cuestiones tan importantes como la evaluación en
una administración paralela».
Y claro que visitan
“muchas aulas”, pero únicamente las de
aquellos docentes que suspenden más de lo “reglamentario” (a veces, por
cierto, poniéndolos en evidencia delante de sus propios alumnos). ¿Por
qué se concede, en cambio, inmediata presunción de buenadocencia al que
aprueba mucho o todo? Puesto que el docente que suspende, a fin de
cuentas envía a sus alumnos el mensaje de que deben estudiar más, ¿no
debería la inspección centrarse más bien en el club de los que aprueban
al por mayor cuyos alumnos, sin embargo, naufragan del todo en el
piélago de la ignorancia?, ¿quién hace más daño a la sociedad? Un médico
que te prescribe muchas pruebas puede resultar enojoso pero es, sin
duda, preferible al que te da el alta cuando estás gravemente enfermo.
Una breve digresión ahora para detenernos en un síndrome transversal a
profesiones, países y culturas: quien ofrece un acatamiento acrítico y
pasivo a las directrices de arriba actúa luego de manera despótica con
los de abajo. Y esto se observa especialmente bien en los “mandos
medios”: inspectores y directores. Por eso es tan interesante que no se
tomen como ofensas personales las críticas y juicios desfavorables a su
labor, e incluso que valoren en ellos una oportunidad de salir de la
lógica de la opresión (bien hacia arriba o hacia abajo). Les puede
ayudar mucho en esta tarea autodesmitificadora y profiláctica contra el
sentimiento de sentirse importantes tener presente que en un sistema
educativo tan envidiadísimo como el de Finlandia, ¡no existen
inspectores! (por el contrario, no tenemos todavía noticias de un
sistema educativo sin profesores; quizás en la próxima modernización
cejijunta).
Y nos acercamos al final. Se dice que un escrito ha de tener un
colofón contundente. El de ADIDE lo tiene, aunque de manera heterodoxa.
Dice exactamente así:
“Por ello, denunciamos por cobardes,
inapropiadas, injustas y demagógicas las descalificaciones genéricas que
de la actuación de la Inspección de Educación de Andalucía se hacen
desde estas organizaciones y que, en algunos casos, podrían ser
constitutivas de delito por lo que esta Asociación, si procediera,
emprenderá las acciones legales oportunas”.
La acusación es, en primer lugar, paradójica, pues acusan de cobardes a quienes no se menciona (“
algún colectivo sindical”, se indica laxamente). ¿No hubiera sido más
valiente dar nombres concretos? Tampoco se citan sus posibles delitos (¿de qué
“descalificaciones genéricas”
se trata?), nada menos que susceptibles de pena de cárcel. En esto son
imitadores, seguramente involuntarios, del gran Gila y su método
infalible para cazar a Jack el Destripador: “aquí hay alguien que se
mete mucho con los inspectores, ¿eh?…”. Todo el documento gira, pues, en
torno a una cuestión de fe. El comunicado no puede ser, por tanto, más
vacío para la opinión pública. Para el profesorado es diferente: una
suerte de advertencia general, en esa línea tan hispánica del
cuidadito-con-nosotros y el usted-no-sabe-con-quién-está-hablando. O
sea, el tono de quien está acostumbrado a mandar y a que le obedezcan.
De esta manera prodigiosa el comunicado
viene a confirmar exactamente lo mismo que pretendía desmentir.
Terminamos con un poco de humor, que suele ser buen antídoto cuando
la prosopopeya impera. Un europeo pregunta a un profesor andaluz: “¿Qué
tal la educación en Andalucía?” y este le responde: “Pues… no nos
podemos quejar”. Y el otro: “Ah, entonces, ¿la educación andaluza goza
de buena salud?”. “No, no, es que
no nos podemos quejar.”
La Directiva ADIDE reconocía al principio como destinatarios de su
nota a la opinión pública y al profesorado. Ante la primera, declara
dulzonamente que los docentes no se pueden quejar; a los segundos, les
requiere amenazante: ¡no os podéis quejar! Por ello quizás vaya siendo
hora de recuperar la vieja sabiduría libertaria: las libertades ni se
suplican ni se exigen, sencillamente se toman.
Este es el comunicado que hizo ADIDE y que ya publiqué en su día en este blog:
COMUNICADO DE LA JUNTA DIRECTIVA.
Ante la publicación de diversos documentos en la
página web de algunas organizaciones sindicales, relacionados con la
Inspección Educativa, la Junta Directiva de la Asociación de Inspectores
de Educación (ADIDE) de Andalucía quiere hacer constar, ante la opinión
pública en general y, muy especialmente, ante el profesorado, lo
siguiente: